Queso ruso

Mi papá, su perfección y las provoletas.

Mi papá no era perfecto pero por momentos a mi me lo parecía. Todavía hoy, cuando lo recuerdo, cuando dialogo con su fantasma tengo que esforzarme para que ese fantasma, suyo, mío, no sea tan perfecto.
Esa perfección estuvo sustentada durante mi infancia y adolescencia en un montón de perfecciones, un montón de lugares donde su figura brillaba y a veces hacía más oscuras mis sombras. El tipo tenía una enorme memoria para todo lo que fuera política, historia y cultura en general, al punto que cuando jugábamos al Trivial en familia, quien tuviera la suerte de jugar en su equipo daba por descontado que iba a ganar. Cuando no me tocaba jugar en su equipo, a la admiración se me sumaban la frustración de no poder vencerlo. Obvio que no sabía todo, tal vez se le escapaba alguna pregunta de rock o de algún otro tema, pero al final de la partida la diferencia entre lo que sabía y lo que no era apabullante. Cuando comencé a discutir con él, descubri que hacerlo era exponerme a una goleada cultural, el tipo tenía posturas muy tomadas en muchos temas y mucha lectura para sostener esos lugares y como en el Trivial lo que no sabía era muy poco, y lo reconocía, pero solo para después ir a leer sobre ese tema y volver a la contienda intelectual con argumentos. Recuerdo una vez, estudiando yo psicología, tuvimos una discusión luego de la cual se guardó unos días y volvió con argumentos que había leído en la pluma de Bunge para desarmar el psicoanalisis.
Era de un enorme tamaño físico y con mucha fuerza; jugar a la lucha o a las manos con él era irte derrotado con la cara llena de afectuosos dedos. Gran cuerpo que a su vez manejaba con una gran destreza. Cuando armabamos la mesa de ping pong o nos citabamos en un paddle familiar el tipo brillaba a pesar de la diferencia de edad. Yo siempre alpargata, descordinado, poco habilidoso para los deportes, trataba de hacer valer la juventud como carta emparejadora y no, no lo lograba. Su habilidad física también sabía de movimientos sutiles, su caligrafía era simplemente bella.
Cuando miraba fobal tenía una característica de perfeccion que me resultaba a partes iguales envidiable e intrigante: con solo mirar 4 minutos de un partido ya podía predecir gran parte, qué equipo estaba mejor parado y en dónde es que se hacían las diferencias. Acertaba mucho, siempre, bueno al menos casi siempre y eso lo ponía en una posición muy distante, se ilusionaba o amargaba menos que yo, que en esos años miraba los partidos con la efervescencia propia del paravalancha adolescente. El tipo sabía que si no cambiabamos tal o cual jugador íbamos a perder y lo decía como una sentencia, mientras observaba el partido con una postura equilibrada casi estoica cuando tocaban las derrotas. Yo amargado, apelaba al aguante a los gritos a alentar. Si, ya se había mucha diferencia de experiencia en nuestros encuentros y desencuentros pero en ese entonces yo no lo entendía.
Así llegamos a sus virtudes de carácter y su historia personal, criado en una familia de clase media que llegaba a esa media con lo justo, su patio de juegos fueron los potreros de Villa Urquiza en los años cuarenta y cincuenta. Desde pendejo laburó y siempre fue generoso con todos. Como había llegado alto en una empresa internacional tenía roce y al mismo tiempo por su crianza tenía calle. Cuando alguna situación lo superaba en cuanto roce o en cuanto calle, él sabía reconocerlo y jugar callado, no pretender demostrar aquello que no podría sostener. Se había nutrido de los valores de la Iglesia católica pero especialmente del ala renovadora de los sesenta, rectitud y solidaridad. Esos valores no eran solo ideología, también era práctica tanto en la parroquia del barrio como en su vida diaria.

Hacía asado todos los domingos, hoy puedo decir que no era un gran parrillero. El tipo era sobrio detrás de las brasas, cumplía, lo hacía bien pero no era brillante y fue ahí, en la parrilla, donde pude empezar a desarmarlo, ahi pude empezar a dejar de verlo tan perfecto y a salvar nuestra relación y mi cabeza. Un papá perfecto te caga la cabeza o la relación con él o las dos cosas.

En la parrilla, mejor dicho frente a la parrilla mi papá desplegaba toda su imperfección pero no con el fuego, ni las anchuras, ni con la carne. Su imperfección se hacia presente en sus intento de asar esos circulos amarillos de queso llamados provoletas. A papá la provoleta no le salían. Mas bien le salian unos desastres, que el tipo no se bancaba pero no se doblegaba. Debe haber probado 522 métodos diferentes para hacerlas y siempre fallaba. Se le chorreaban entre los fierritos de la parrilla directo a las brasas, se le quemaban, llegaban a entibiarse para cuando ya estábamos en el postre. En fin todo tipo de fracasos quesísticos, todos ellos regados de manchas de aceites, quemaduras, cortes en los dedos y carajos. Todo musicalizado con unos estruendosos carajos que el tipo largaba con el ritmo de una ametralladora cada vez que empezaba a descubrir que otra vez no había podido con este queso que se le hacia inconquistable. Con los años, papá y la provoleta se convirtieron en Moby Dick y el capitán Ahab. Compró varios modelos de provoleteras diferentes e intentó una larga lista de sistemas de cocción. Cierta vez, empezó la cocción sobre la hornalla de la cocina con la idea de terminarla en la parrilla, pero el queso se derritió tanto que desbordó la provoletera generando una especie de Chernobyl lácteo en la cocina, todo era queso, aceite quemado, frustración y carajos, siempre sus carajos.

Nosotros, su público, teníamos dos posiciones muy diferentes sobre esto; mi madre lo burlaba siempre que pudiera por estos errores, mientras que sus hijos manteníamos un prudente silencio, que de tanto en tanto se rompía cuando alguno mal dormido preguntaba ¿»che pa, no habías comprado provo»? y se generaba un segundo de tenso silencio que terminaba en una claudicación «si, se me quemó no salió bien». Papá doblegado.

La vida, el cáncer o Dios, ya que estoy escribiendo de papá, no puedo dejar de nombrar al Dios en que él tanto creía, nos dio el tiempo justo para que esto se convirtiera en chiste en algo que se podía hablar, en un lugar en el que papá podía reírse de sí mismo. Siempre voy a estar agradecido a que eso haya sido así porque, el traje de invencible reparte soledad, a quien lo usa y a quienes están alrededor.

Hoy yo hago asado mejor de lo que lo hacia mi papá. Para hacer provoletas me compré unas hermosas provoleteras de hierro fundido en las que el queso en cuestión me sale muy bien. Ahí siempre ahí cocinando provoletas en la parrilla me encuentro un poquito con papá, con su costado humano, con todo lo que pudo aprender y con todo lo que no. Con todo lo que nos entendimos y con todo lo que no. Lo extraño ahí pero también lo celebro y lo recuerdo riéndome de él, de mi y de las tontas presunciones de perfección que a veces habitamos los adultos.

Como escribí sobre papá no se me ocurre otra manera de terminar que no sea con un tango cantado o más bien fraseado por el polaco Goyenche

Abrazo parrillero imperfecto.

PS Mariu gracias por las correcciones siempre